Ofelia, Mango y Bono
13 abril, 2022

RELATOS DE UN ANIMAL
EN LA CALLE

LA VIEJA


Juan Bravo
 

*
Otra vez tuve que escapar del edificio. Tal vez encuentre una caja o una bolsa para ocultarme. Si intento volver mañana, tendré que hacerlo con mucha más precaución que hoy. No hay nada mejor que la comida que me da la vieja. Ella está sola, no tiene a nadie, solo a mí. De vez en cuando puedo quedarme toda la noche y jugar con los hilos de sus faldas. Cuando está sentada en el sillón, duermo junto a ella. También la observo mientras duerme ¡es tan vieja!, a veces creo que ya no va a despertar y por eso salto sobre su cara y su pecho para que se mueva, corro hasta la cocina y vuelvo a su cama antes de que pueda ponerse las gafas.

**
Hoy no fui a donde la vieja. Descubrí el depósito de residuos del restaurante que está en la calle de las palomas y, cuando logré entrar por un agujero del tejado, encontré toda clase de manjares y delicias que no podía desaprovechar. Trozos de carne bañados en salsas agrias, huesos de pollo y esqueletos de pescado enterrados bajo arroz amarillo y otros granos de olores dulces. Intenté tragar un trozo de queso pero un plástico se atoró en mi garganta y el trasboco repentino me delató. La señora del restaurante me escuchó, salió por la puerta metálica causando un gran ruido e intentó golpearme con un palo de madera. Pude esquivar los primeros golpes, salté sobre una mesa llena de papeles viejos y objetos pesados, me oculté tras un mueble que parecía guardar elementos de tortura contra ratones. Allí estuve por un breve instante, pensando en mi próximo movimiento, reconociendo las posibles salidas y buscando a la mujer del palo. Ya no la veía, había desaparecido. Cuando me asomé para trepar hasta el agujero del tejado, escuché nuevamente el estruendo de la mujer abriéndose paso entre los chécheres para alcanzarme, y, sin que yo pudiera evitarlo, me asestó un golpe firme y sólido en la cadera. Salté con toda la fuerza que tenía y logré salir de allí. No he podido volver a saltar, fue imposible trepar el muro del callejón para entrar por la ventana de la vieja.

***
No sé cuántas noches han pasado, ya puedo caminar mejor y el dolor de la cadera se está yendo. Quiero ir a donde la vieja, la extraño. Extraño sus caricias lentas. Extraño que me hable, aunque no entiendo lo que dice. Yo la miro a los ojos y le agradezco por ser el mejor refugio. No puedo evitar el ronroneo que me causa su cariño protector. Quiero volver y nunca más separarme de ella. Quiero dormir en sus piernas mientras juega con sus agujas y sus hilos. Las últimas noches comí cualquier cosa que encontré entre las bolsas que la gente deja junto a los postes de luz y dormí bajo las latas de zinc que se acumulan en el potrero. Ahora prefiero quedarme inmóvil entre la pila de llantas que hay en la calle del ruido, ya que hace unos días casi no pude escapar de los chicos que jugaban en el callejón. Ellos querían jugar conmigo, me arrojaban cosas y se reían, pero no pude esquivar algunos de los objetos que me arrojaron y el dolor me hizo huir. Ya no quiero jugar con ellos, sus juegos me hacen daño y debo recuperarme para volver a donde la vieja.

****
Ya puedo volver a donde la vieja, ahora puedo correr y saltar sin problema. Pero debo hacerlo con mucho cuidado, no puedo dejar que me vea el hombre que vive en el apartamento de al lado. Gracias a él tuve que escapar la última vez. Creo que es el dueño del edificio y no le gusta mi presencia.

Antes de conocer a la vieja, intenté acercarme al hombre del edificio. Yo estaba solo. Mi madre, mis hermanos y yo vivíamos en el contenedor de plástico que hay en la callecita junto al edificio. Todo estaba bien, mi madre buscaba comida para nosotros y nos protegía de los perros y las ratas más grandes. Un día, mi madre salió a buscar comida en el restaurante de la calle de las palomas.

No volvió. Mis hermanos y yo tuvimos que salir del contenedor. Dos de ellos tuvieron suerte, los encontró una jovencita que jugó con ellos por un rato, les dio agua y se los llevó en un carro. Quise acercarme a la jovencita pero yo no era como mis hermanos, mi timidez no me dejó hacer nada. Preferí quedarme bajo la silla del parque, sin moverme. Mi otro hermano murió de frío y hambre noches después. No tuve otra opción, entré al edificio y seguí el olor a comida.

Había comida muy buena, estaba guardada entre gavetas y cajones, pero logré tomar un trozo de pan. El hombre me descubrió. Recordé la experiencia de mis hermanos con la jovencita, supuse que podía confiar en el hombre como mis hermanos confiaron en ella. No entendí muy bien lo que ocurrió, solo sentí un estruendo fuerte. El sabor de la sangre inundó mi boca, no podía moverme, estaba colgando de una de las manos del hombre. Con a otra mano abrió la ventana y me arrojó a la calle. Gritó con agresividad algunas cosas e hizo un gesto extraño: estiró su mano en forma de hoja de cuchillo y la pasó por su cuello mientras me veía a los ojos. Así conocí al hombre del edificio.

*****
Por fin regresé a donde la vieja. Logré entrar sin que el hombre me descubriera. Estoy muy feliz de volver y la vieja también lo está. Lo noto en su voz y en todas las cosas que hace por mí. Esa alegría de la vieja me recuerda el día en que la conocí. Ella me encontró en el depósito de plástico donde yo vivía con mi madre y mis hermanos. Aquella vez estaba solo, yo no confiaba en las personas, pues mi última experiencia con una, había sido con el hombre del edificio. No sé cuántos días llevaba en ese contenedor, solo esperaba morir igual que mi hermano menor. Pero la vieja apareció, me tomó en sus manos suaves y me llevó a su apartamento.

La vieja ha discutido en algunas ocasiones con el hombre del edificio. Ella intenta esconderme cada vez que él entra al apartamento. El hombre no me quiere cerca, lo sé porque ya me he encontrado con él varias veces en el pasillo o en la entrada del edificio y siempre me persigue y hace el gesto que hizo la primera vez. Afortunadamente soy más rápido y más ágil que él y no ha podido atraparme.

******
Otra vez estoy en la calle. La vieja ya no puede ayudarme. Ella y el hombre del edificio tuvieron una pelea muy fuerte porque encontramos en el edificio trozos de comida atravesados por puntillas y tachuelas. La vieja no me dejó comerlos y me encerró en su habitación mientras discutía con el hombre. No sé cómo terminó la discusión pero lo último que viví allí fue el ataque del hombre. Entró a la habitación donde yo estaba y me arrojó agua muy caliente. El dolor intenso y punzante me hizo reaccionar y salí corriendo de la habitación sin voltear a ver. Busqué la forma más rápida de salir del lugar y seguí corriendo por un buen rato.

Después de huir por tejados y jardines y de atravesar calles donde casi me atropellan las enormes máquinas, paré y me oculté en el desagüe del caño. Quise lamerme las heridas pero mi piel arde y el pelo se me está cayendo. El agua que sale de estas tuberías no huele bien. Mis patas y mi panza están todas untadas.

Ya no aguanto más. El dolor de la cadera volvió después de la patada que recibí de un policía sin razón aparente. Mi piel duele tanto y tan constantemente que prefiero ya no acicalarme. El mugre y los bichos invadieron mi cuerpo hace ya varias semanas. Nadie quiere que me acerque. La mayoría de la gente se aleja en cuanto me ve. Otros intentan atacarme. El último de tantos ataques que recuerdo fue perpetrado por unos jovencitos. No eran aún humanos adultos. Me rodearon por todos lados y tenían tantas piedras, que no pude ni reaccionar. Si intentaba esquivar una por la derecha, me golpeaba otra por la izquierda. Los jovencitos se fueron cuando vieron que ya yo no me movía más. No sé cómo sigo con vida. Gracias a ese ataque perdí un ojo y no sé qué otros daños internos podré tener. Mi comida es cualquier porquería que encuentro por ahí. Ya no puedo cazar, el dolor de la cadera y la piel me impiden correr y saltar. No quiero continuar, quiero acurrucarme en este hueco oscuro y esperar que la muerte se lleve el dolor, el hambre y los malos recuerdos.

Quiero entender a las personas. Pienso en sus rostros, en sus voces, en sus actos impredecibles. Les temo tanto y, sin embargo, siento por ellos tanta compasión que no puedo evitar quererlos. El dolor de mis heridas y de la muerte que se acerca inevitable es mínimo comparado con el dolor infinito que vi en sus ojos tras cada acto de crueldad. Sufro más pensando en lo desamparados que están, en la ingenuidad que los alimenta y los lleva inflexible hacia la desaparición.